lunes, 13 de noviembre de 2006

Recordando al Simca


En 1982, cuando comenzaba a cursar el grado 11º (que por aquel entonces se llamaba sexto de bachillerato) el automóvil más popular era el R-4, al que solían denominar “el amigo fiel”. Muchos de mis amigos y conocidos tenían uno, aunque para ser exacto, a los quince años uno no tiene carro; el dueño es el papá… Pero en mi casa no teníamos un R-4; sufríamos con un amigo infiel. Sí, un poco-poderoso Simca 1.000 cc, de propiedad de mi tío Próspero Soto, en el que aprendí a conducir.

Muchos de los lectores jóvenes de Cartagohoy seguramente no saben qué es un Simca (existen todavía algunos en las calles de la ciudad con una extraordinaria resistencia a desaparecer). Pues bien, un Simca era un carro muy pequeño, de latas altamente blandas, que tenía el motor en la parte trasera y el portamaletas en la delantera: es decir, al revés de la mayoría de los carros, lo que significaba tener una muerte asegurada en caso de colisión frontal con cualquier otro vehículo. El aire acondicionado se graduaba abriendo totalmente las ventanillas delanteras y las traseras que lo hacían sólo hasta la mitad. Las puertas de la parte posterior tenían seguros en forma de botones circulares que giraban en ángulo de 45 grados hasta terminar reventados en las manos de quienes usaban un poco más fuerza de la requerida. Las plumillas se movían con una lentitud agobiante y los cambios entraban siempre de la manera más inesperada, sobretodo la reversa: en ocasiones era mejor bajarse a empujar que ponerle marcha atrás. Lo peor: cuando más se necesitaba el carro, terminaba  hospedado en el taller de Toñuelo, para ser reparado de una falla siempre nueva.

Además de todo lo anterior, el Simca no tenía cinturones de seguridad pero sí una bocina bastante chillona que servía como herramienta de defensa en las calles; el radio no estaba equipado con casetera ni con radio FM: sólo con AM de poco alcance, que  servía únicamente para sintonizar Ondas del Valle y la naciente Radio Robledo. Las direccionales no tenían problemas, pero no contaba con luces de parqueo. La palanquita indicada para cambiar de las luces altas a las bajas se debía mover con rapidez y determinación: al dejarse por error en un punto intermedio se generaba un olorcito a quemado, que indicaba el inicio de un corto circuito.

Después de 15 minutos de funcionamiento del motor, el piso del carro se calentaba de forma brutal hasta derretir totalmente los tapetes de plástico, que por esa época estaban de moda. Espejos retrovisores tenía dos: uno al interior del carro y el otro en la puerta del chofer: es decir, le faltaba uno, cosa común en los vehículos de la época. En resumen, los Simcas no se disfrutaban: se sobrevivía a ellos. Los propietarios de este tipo de carros eran objetos de burlas: “Usted es dueño de un simcarro”… ¡todo lo que tuvimos que sufrir…! 

Al morir mi tío Próspero, el carro pasó a ser propiedad de mi abuelita Mercedes, que se lo vendió días después, a mi tía Amparo, que lo compró fiado por $ 50.000 pero que a pesar de la ganga tuvo que someterlo a un cambio extremo: repararle el motor, arreglarle la lámina, sustituirle el piso, modificarle el sistema eléctrico, ponerle un radio con casetera y componerle los asientos, desgastados por el uso: Los arreglos costaron $ 900.000 y lo conservó hasta que comenzó a fallar de nuevo, al poco tiempo, obligándola en su desesperación a vendérselo a quién sabe quién, en $ 100.000.

Pero a pesar de todo el Simca era el Simca: detrás de él existen numerosos recuerdos: es una de esas cosas que me gustaría tener todavía: al menos para mirar y ver a través suyo el pasado del que muchos opinan que siempre será mejor.


Álvaro Posse