miércoles, 13 de diciembre de 2006

El Reggaeton y el Bolero

Imagen de Peter Fischer en Pixabay  

Comenzamos hoy, tratando de imaginar, tan sólo de imaginar, a cualquiera de los jóvenes de nuestros días actuales, seguidores del Reggaeton, yendo –por ejemplo- donde Ramoncito (el serenatero usuario de los tintes azabaches de Silueta), para interpretarle una serenata a su pretendida, y expresarle con un bolero: “Cosas como tú, son para quererlas; cosas como tú, son para adorarlas; porque tú y las cosas que se le parecen son para guardarlas en mitad del alma”. Muy lindo, seguramente, pero la muchacha, proyecto de novia del joven de nuestros días actuales, sin temor a equivocarme, escucharía la serenata riendo de furia burlesca, llamando a sus amigas por celular para narrarles en vivo y en directo el oso peludo y ridículo de su pretendiente, al que calificaría de pendejo, cobarde y pusilánime, todo porque, sencillamente, no es atrevido, o sea, de la Era del Reggaeton, en la cual a nadie se le guarda en mitad del alma, sino en otros lugares para pasarla como sabemos…

E imaginemos, tan sólo imaginemos, lo que hubiese podido suceder en caso contrario, en los años cincuenta, si a Ramón (no el serenatero sino mi tío) se le hubiera ocurrido llevarle una serenata de Reggaeton a su novia Luz Stella, que dijera, por ejemplo: “Hace mucho tiempo que te quiero ver, busco la manera de tu cuerpo tener; ni tu padre ni tu madre te quieren conmigo, pues hagamos el amor por el teléfono”. Muy actual, si lo miramos con los ojos del presente, pero la muchacha, que es hoy mi tía (y que no hubiera sido mi tía) sin temor a equivocarme, no habría podido escuchar toda la serenata, porque Don Alfredo, su padre, hubiera intervenido expulsando a Ramón del andén de su casa, por trasgresor y libertino, acusándolo de patán ante Don Arturo, su papá; de inmoral y pecador ante el padre Escobar, cura párroco de San Francisco, quien lo hubiera puesto de mal ejemplo en el púlpito al domingo siguiente (como efectivamente lo hizo alguna vez, pero por otras razones), en medio del llanto desconsolado de la joven y deshonrada Luz Stella, que consolada por su madre, Doña Emma, hubiera tenido que guardarse de salir a la calle, por lo menos durante dos años, y todo porque, sencillamente, la serenata no era acorde con la Era del Bolero, en la cual a todos se les guardaba en mitad del alma, y no en otros lugares, porque para esto último existían los servicios de Rosa “la peluda”.

Visto así, es fácil comprender el porqué no existe punto de encuentro entre los amantes del Reggaeton y los del Bolero, porque pertenecen a dos visiones de mundo completamente opuestas. Para los primeros, la banalidad, la lujuria y el materialismo son los valores que priman, mientras que para los segundos, el Romanticismo del siglo XIX estaba aún vigente… La historia dirá, seguramente, que ambos, de una u otra manera, andaban en las nubes; nubes diferentes, pero nubes al fin y al cabo… Por eso, es mejor ser de mi generación, popularizada por la Pelota de Letras como la Generación de la Guayaba, que escuchaba las baladas del cartagüeño Billy Pontoni, llevaba serenatas con boleros interpretados por Ramoncito (el serenatero, antes de los tintes) para cubrir las ocultas y verdaderas intenciones de reggaetonero…

Por lo pronto, en esta navidad, me dedicaré a reflexionar piadosamente, imaginando, tan sólo imaginando, para poder entender, dos cuestiones: Cómo un bolero, símbolo perfecto del Romanticismo, es capaz de tratar de “cosas” a las mujeres… Y, del Reggaeton, ¿Cómo es eso de hacer el amor por el teléfono? Espero las explicaciones del caso, para salir de la ignorancia… Mil gracias por anticipado y ¡Feliz Navidad!  


Álvaro Posse

lunes, 13 de noviembre de 2006

Recordando al Simca


En 1982, cuando comenzaba a cursar el grado 11º (que por aquel entonces se llamaba sexto de bachillerato) el automóvil más popular era el R-4, al que solían denominar “el amigo fiel”. Muchos de mis amigos y conocidos tenían uno, aunque para ser exacto, a los quince años uno no tiene carro; el dueño es el papá… Pero en mi casa no teníamos un R-4; sufríamos con un amigo infiel. Sí, un poco-poderoso Simca 1.000 cc, de propiedad de mi tío Próspero Soto, en el que aprendí a conducir.

Muchos de los lectores jóvenes de Cartagohoy seguramente no saben qué es un Simca (existen todavía algunos en las calles de la ciudad con una extraordinaria resistencia a desaparecer). Pues bien, un Simca era un carro muy pequeño, de latas altamente blandas, que tenía el motor en la parte trasera y el portamaletas en la delantera: es decir, al revés de la mayoría de los carros, lo que significaba tener una muerte asegurada en caso de colisión frontal con cualquier otro vehículo. El aire acondicionado se graduaba abriendo totalmente las ventanillas delanteras y las traseras que lo hacían sólo hasta la mitad. Las puertas de la parte posterior tenían seguros en forma de botones circulares que giraban en ángulo de 45 grados hasta terminar reventados en las manos de quienes usaban un poco más fuerza de la requerida. Las plumillas se movían con una lentitud agobiante y los cambios entraban siempre de la manera más inesperada, sobretodo la reversa: en ocasiones era mejor bajarse a empujar que ponerle marcha atrás. Lo peor: cuando más se necesitaba el carro, terminaba  hospedado en el taller de Toñuelo, para ser reparado de una falla siempre nueva.

Además de todo lo anterior, el Simca no tenía cinturones de seguridad pero sí una bocina bastante chillona que servía como herramienta de defensa en las calles; el radio no estaba equipado con casetera ni con radio FM: sólo con AM de poco alcance, que  servía únicamente para sintonizar Ondas del Valle y la naciente Radio Robledo. Las direccionales no tenían problemas, pero no contaba con luces de parqueo. La palanquita indicada para cambiar de las luces altas a las bajas se debía mover con rapidez y determinación: al dejarse por error en un punto intermedio se generaba un olorcito a quemado, que indicaba el inicio de un corto circuito.

Después de 15 minutos de funcionamiento del motor, el piso del carro se calentaba de forma brutal hasta derretir totalmente los tapetes de plástico, que por esa época estaban de moda. Espejos retrovisores tenía dos: uno al interior del carro y el otro en la puerta del chofer: es decir, le faltaba uno, cosa común en los vehículos de la época. En resumen, los Simcas no se disfrutaban: se sobrevivía a ellos. Los propietarios de este tipo de carros eran objetos de burlas: “Usted es dueño de un simcarro”… ¡todo lo que tuvimos que sufrir…! 

Al morir mi tío Próspero, el carro pasó a ser propiedad de mi abuelita Mercedes, que se lo vendió días después, a mi tía Amparo, que lo compró fiado por $ 50.000 pero que a pesar de la ganga tuvo que someterlo a un cambio extremo: repararle el motor, arreglarle la lámina, sustituirle el piso, modificarle el sistema eléctrico, ponerle un radio con casetera y componerle los asientos, desgastados por el uso: Los arreglos costaron $ 900.000 y lo conservó hasta que comenzó a fallar de nuevo, al poco tiempo, obligándola en su desesperación a vendérselo a quién sabe quién, en $ 100.000.

Pero a pesar de todo el Simca era el Simca: detrás de él existen numerosos recuerdos: es una de esas cosas que me gustaría tener todavía: al menos para mirar y ver a través suyo el pasado del que muchos opinan que siempre será mejor.


Álvaro Posse

domingo, 1 de octubre de 2006

El celular de mi mamá


22 millones de celulares tienen los colombianos. Uno de ellos es el de mi mamá… El celular de mi mamá es, con absoluta seguridad, el celular más inútil de Colombia. Si usted quiere hablar con ella, por ejemplo, le recomiendo que NO la llame al celular, porque lo más probable es que lo tenga en el cuarto, encima del televisor viejo y debajo de una deliciosa carpeta bordada: tendría que estar usted muy de buenas, para que la ubicación de mi mamá coincida con la del celular. Ha sido difícil darle a entender que el celular, a diferencia de los teléfonos fijos, es móvil, y por tanto, puede ser llevado a cualquier lugar: -¿A cualquier lugar? ¡Mentiras! –le respondió a mi hermana cuando se lo dijo, por primera vez, hace ya un par de años…

Pero a mí, que soy el mayor de sus hijos, cierto día me hizo caso y comenzó a llevarlo consigo, durante algunos pocos días, a todas partes. Así y con mucho entusiasmo, en el costurero que comparte con sus amigas, tuvo la osadía de contarles sobre su celular, pero ninguna de ellas la llamó: mis hermanos y yo le preguntamos entonces que cómo se sentía al respecto y dijo que indignada con ellas, preguntándose cómo era que no habían sido capaces de tomar el directorio telefónico para buscar su número… cuando se enteró de que su celular no aparecía en el directorio, calificó de inútiles a los operadores celulares. Así que, comenzamos a llamarla repetidamente, para que no fuera a deshacerse del aparato…

Pero cometí un error: le puse un mensaje de texto sin advertirle que existía esta opción: comenzó a sonar el aviso del mensaje mientras ella, casi desesperada, decía una y otra vez: ¡Aló, aló, aló, aló! Por supuesto, nadie le habló… -Equivocación –dijo. Con lástima y desesperanza, mi hermano tuvo que dedicarle un poco más de 1 hora para sensibilizarla del adelanto tecnológico que estaba en sus manos… por aquel entonces, cada uno de sus hijos, recibíamos, al menos, cinco mensajes cada día, con textos como: “Ya voy a salir”, “Llegaron los servicios”, “El mono volvió con Catalina”, “Daniela se hizo pipí”, “Estoy descongelando la nevera”, entre otros, todos de gran valor informativo, sin duda…

Pero llegó el día de la crisis, precisamente cuando más apegada se encontraba a su celular: en una reunión familiar celebrada en la casa del tío Ramón, al escuchar sonar otro teléfono, se percató de la desaparición del suyo… lo buscamos por todas partes: debajo de los muebles, en los armarios, en la sala, en el comedor, en la cocina, dentro de la estufa, dentro del refrigerador, en los baños, al interior de los tanques de los inodoros, en el cielo falso, en los cajones de las mesas de noche, de los escritorios, en todas partes… ¡el celular se me perdió! –exclamaba con angustia. Cuando ya algunos comenzaban a acompañarla en su dolor asistiendo al duelo y otros celebraban en silencio respetuoso la inexplicable desaparición del artefacto, apareció su esposo, Oscar Vallejo, mirándola fijamente, con una sonrisa entre burlona y regañona, entregándole el aparato y diciéndole: Lo dejó en la casa.

Desde entonces, el celular reposa en su puesto inicial: en la parte superior del televisor viejo, donde permanece siempre conectado al cargador y puesto sobre la señalada y deliciosa carpetita bordada, de esas que tanto le gustan a las abuelitas…

Álvaro Posse

miércoles, 16 de agosto de 2006

Sin tetas no: hay paraíso


Imagen de efes en Pixabay 

En verdad me siento muy apenado con mi abuelita Mercedes por utilizar como título para este artículo “Sin tetas no hay paraíso”. Por fortuna, no fui yo quien se inventó esta expresión. El verdadero autor es Gustavo Bolívar, que elevándola a categoría de novela, cuenta la historia de unas jóvenes que se entregan a narcotraficantes a cambio de dinero, donde sobresale Catalina, una chica de 17 años, de Pereira, que tiene la particularidad de carecer de senos de gran tamaño. Inspirado en este libro, Caracol TV ha lanzado la serie homónima “Sin tetas no hay paraíso”, que ha crecido en audiencia y en polémica, al punto que ha desatado una controversia que lleva a unos a defender el programa y a otros a atacarlo. Incluso, el alcalde de Pereira se ha pronunciado y en dicha ciudad se anunciaron marchas de protesta. 

Pero el propósito fundamental de este artículo es el de presentar, en nombre de mi abuelita Mercedes, la más sentida y enérgica protesta, no por el libro, ni por el programa de televisión, sino por el repulsivo (para ella) vocablo “tetas”. Argumenta mi abuelita, que tetas no es la palabra más indicada para hablar de… eso. Que a las mujeres se les debe respetar, que hasta dónde hemos llegado, que no hay derecho, que con esto se nota la degradación de la sociedad, que hace falta la cátedra de Carreño en los colegios, que la gente ya no cree en Dios, que el mundo se va a acabar, etc., y todo por culpa del uso de la palabra “tetas”. 

Pues bien a mi abuelita le he cumplido: Cartago entero se ha enterado de su protesta. Lo único malo es que me puso a buscar un sustituto para la palabra “tetas”. En primer lugar me encontré con puchecas, una palabra desconocida para la Real Academia y poco apropiada para rebautizar el título: Sin puchecas no hay paraíso… suena muy mal. En segundo lugar, tuve que ponerme a buscar algunos sinónimos. Por ejemplo, qué tal si en vez de tetas utilizáramos senos. De los sinónimos de tetas los senos se constituyen en la expresión más elegante. De hecho cuando un niño pequeño dice tetas, es corregido en el acto por su madre reprendiéndolo: No se dice tetas, se dice senos. Lo malo, es que tampoco suena para nada esta expresión modificada: Sin senos no hay paraíso… 

Entonces, al buscar en el diccionario la palabra senos, encuentro otros dos sinónimos: mamas y pecho (de la mujer) y con ellas organizo de nuevo la expresión, pero me encuentro con un bochornoso Sin mamas no hay paraíso, que agregándole una tilde serviría en Mayo para celebrar el día de la madre con Sin mamás no hay paraíso. Y peor aún, Sin pecho no hay paraíso, que suena bastante seca y sin mamas. 

Con las tetas sustituidas sin éxito por puchecas, senos, mamas y pecho, encontré el último de los sinónimos: se trata de una palabra que suena como pieza de carnicería y órgano estudiado por veterinarios: la palabra ubres, con la cual mi abuelita quedaría totalmente perpleja al escuchar Sin ubres no hay paraíso, porque en nuestro medio al hablar de ubres, nos imaginamos de inmediato los senos, mamas y pecho de las vacas. Así que, al encontrarme de nuevo con mi abuelita, tuve que decirle: Abuelita, después de mucho intentar con puchecas, senos, mamas, pechos y ubres encontré en el diccionario una definición acorde para todas ellas: “En los mamíferos, cada una de las tetas de la hembra que son órganos glandulosos y salientes y sirven para la secreción de la leche”. Así que, Abuelita, lo siento: Sin tetas no: hay paraíso. 

Álvaro Posse               

martes, 15 de agosto de 2006

Desagravio a La Vieja y a La Virgen

Imagen de Alexa en Pixabay 

En la cotidianidad convivimos con cosas bastante feas que, aunque evidentemente son horribles, la costumbre nos ha obligado a aceptarlas, sin que exista ninguna resistencia hacia ellas. Por ejemplo, y en primer lugar, nuestro bello Río La Vieja, que a pesar de ser uno de los principales afluentes del Cauca, servir de límite a los departamentos del Quindío, Valle y Risaralda, tener una longitud de 750 km. y una cuenca de 2.925 km. cuadrados, donde desembocan 23 ríos, riachuelos y quebradas, en medio de un paisaje natural extraordinario, se le denomina ¡La Vieja!

A tan hermoso e importante Río, ¿cómo pudo habérsele bautizado como “La Vieja”? Seamos sinceros: queremos mucho nuestro río, pero su nombre no es el más sonoro, la fealdad con la que se identifica es indiscutible y la percepción estética del responsable de su bautismo es bastante cuestionable: dicen que se llama así, en recuerdo de una mujer adulta mayor, cuyo pecado era el de estar recogiendo oro del río, en el momento preciso en que varios españoles pasaban por el lugar, teniendo que soportar, según la tradición, un momento inimaginablemente dramático, luchando en vano, hasta morir, tratando de defender sus pertenencias y su vida… los conquistadores no eran muy persuasivos que digamos. A esa mártir aborigen y a su río, la historia y la leyenda los señala como La Vieja.

En segundo lugar, según los relatos bíblicos la Virgen María jamás se mostró como una mujer histérica, ni siquiera en los momentos más difíciles de su vida, como por ejemplo en medio del profundo dolor que sintió en la crucifixión de su hijo, observando, en primera fila, un espectáculo sencillamente bestial. A pesar de su carácter, nuestro hermoso Himno Nacional en una de sus estrofas anuncia que La Virgen sus cabellos arranca en agonía. No nos digamos mentiras: esta es una porción lamentablemente fea de nuestro Himno.

Basado en los dos ejemplos anteriores, me atrevo a creer, que la mujer que sí pudo haberse arrancado los cabellos en agonía, mientras le robaban el oro y terminaban con su vida, fue la vieja del Río La Vieja y no la Virgen. Con esto, queda muy fácil proponer un desagravio, tanto para la vieja como para la Virgen: a la primera, para que sea recordada a nivel nacional y, a la segunda, para eliminar el tinte de histeria que Rafael Nuñez, autor de la letra del Himno, le quiso imprimir. Muy fácil: basta con modificar un verso en el Himno Nacional sustituyendo La Virgen sus cabellos arranca en agonía por La Vieja sus cabellos arranca en agonía.

Y aunque esto no soluciona la fealdad del nombre del río ni del verso señalado del Himno Nacional, serviría para que, cuando un niño llegue a escuchar La Vieja sus cabellos arranca en agonía y pregunte el porqué, se le pueda explicar la historia de la vieja que recogía oro, que fue asaltada, despojada y muerta. Pero que, además La Vieja (como río) se sigue arrancando los cabellos, metafóricamente hablando, al ser contaminada por los desechos de varias ciudades, entre otros varios atropellos que los seres humanos, a pesar de vivir en pleno siglo XXI, siguen cometiendo…


Álvaro Posse

lunes, 29 de mayo de 2006

Hoy, Cartago Hoy



HOY, CARTAGO HOY

Por: Álvaro Posse Guzmán

En nuestra sociedad moderna, la ausencia de información es inconcebible. El desarrollo tecnológico ha alcanzado avances significativos, que llevados a los medios de comunicación, proveen de información de todo tipo, a la casi totalidad de los lugares del planeta, dentro de los que, obviamente, se incluye a la ciudad de Cartago y al Norte del Departamento del Valle del Cauca. De todos los medios de comunicación masivos existentes, la Radio tiene los privilegios de la inmediatez, la Televisión posee las virtudes de la imagen y el Internet goza, de la buena, para unos, y de la mala, para otros, pluridiversidad. Pero ninguno de los tres anteriores promete la reflexión cuidadosa de los medios escritos, principalmente de las publicaciones periódicas, que en el caso de nuestro contexto, el Semanario Cartago Hoy, se constituye como el ejemplo inmediato y referente principal, que registra con sus primeros cinco años de existencia, los últimos cinco años de la historia de la región.

Para dimensionar la importancia de la prensa escrita en Cartago, sería conducente hacer un rápido recorrido por la historia de los medios escritos en el mundo, ya que la exigencia de conocer y de comunicar los sucesos es tan importante y tan antigua como el hombre mismo: Tal vez, el primer periódico pueda encontrarse en Roma en el acta diurna, que era el boletín oficial del Imperio romano, aunque la primera publicación, bajo la concepción moderna, impreso y de circulación semanal como Cartago Hoy, y que surgió en Alemania, en Stuttgart, en 1609, fue el Aviso-Relation der Zeitung.

En Colombia, el nacimiento de la prensa estuvo relacionado de forma estrecha con la política, que veía en este medio la mejor forma de expresión de sus ideologías. Así, las primeras publicaciones en nuestra nación fueron: La Gaceta de Santafé (1785), el Papel periódico de la ciudad de Santafé (1791) y el Semanario del Nuevo Reino de Granada (1808), entre otras. En la actualidad los cuatro periódicos más importantes son: El Espectador, por su historia, El Tiempo, El Colombiano y El País, éste último, la casa editorial del Semanario Cartago Hoy.

Dicho lo anterior, el pertenecer a uno de los cuatro periódicos más importantes, poseer una sede en la ciudad, tener una periodicidad ininterrumpida, contar con los canales de distribución mejor diseñados, observar la diversidad de temas que se tratan semana a semana y el ser testigo de los hechos locales para darlos a conocer con objetividad y profesionalismo, son sólo algunas de las bondades que han logrado la credibilidad que Cartago Hoy ha conseguido.

Así pues, al igual que en nuestra sociedad moderna, la ausencia de información es inconcebible, la ausencia de Cartago Hoy lo sería igualmente, porque se ha ganado un lugar privilegiado en la ciudad; en una Cartago que parece comenzar a surgir lentamente, hacia los lugares de privilegio que abandonó hace ya muchos años, en los días de nuestros tatarabuelos: Hoy, Cartago Hoy, hace presencia para registrar su retorno.  



Alvaro Posse

Artículo para el Semanario Cartago Hoy del Diario El País de Cali

sábado, 13 de mayo de 2006

Carta de fútbol para mi esposa


 Imagen de Pexels en Pixabay 

Quiero decirte, que estamos a unos pocos días del comienzo del Mundial de Fútbol, certamen este que es muy importante para mí y para otros miles de millones de personas sensatas alrededor del mundo. De hecho, El fútbol es una de las cosas más importantes de la vida, aunque muchos digan, de dientes para afuera, lo contrario. Si así no lo fuera, no hubieran llorado en 1962 nuestros abuelos con el 4-4 de Colombia ante Rusia en Chile, ni nosotros con el 1-1 frente a Alemania en 1990 en Italia 90 o con el 5-0 ante Argentina en Buenos Aires en 1993

Así que, a partir del inicio del Mundial, te invito a que, por tu propia iniciativa comiences a leer la sección deportiva de El País. Si no lo haces, no te extrañes de no tener nada de qué hablar conmigo… ¿Entiendes? Podríamos no hablar. Igualmente, te recomiendo NO usar el televisor grande, para absolutamente ningún programa diferente a los íntimamente relacionados con el Mundial de Fútbol, que serán seleccionados y sintonizados por mí, y por nadie más: no te acerques al control remoto, no lo toques, no lo mires; será mío y punto.

No sobra recomendarte, que si se te ocurre pasar frente al televisor durante un partido, porque no existe absolutamente ninguna otra alternativa, debes hacerlo en silencio, reptando y sin distraerme. Recuerda que para cosas fuera del fútbol soy sordo, ciego y paralítico: esto último significa que no abriré la puerta, no contestaré el teléfono, no llevaré a los niños a ninguna parte, ni siquiera al baño, no te ayudaré con el computador ni con tus trabajos de la Universidad… Olvídate de los platos: ¡no los lavaré! Y deja ya esa cara de ternero degollado… ¿qué pueden pensar Los Patos y los demás amigos cuándo vengan a ver los partidos? No te pongas triste, el televisor podría estar desocupado entre las 12 de la noche y las seis de la mañana.

Y muy importante: Por favor, si me ves como bravo, relativamente bravo, entre bravo y furioso, o furioso porque uno de los equipos latinoamericanos va perdiendo, no me vayas a decir cosas como: “Ay mijo, no es para tanto, eso es sólo un partido de fútbol" ¿Sólo un partido de fútbol? Por Dios, date cuenta: ¡Es el Mundial!

Ahora bien, si definitivamente no puedes vivir sin mí, como tantas veces me lo has dicho y para que veas lo querido que soy contigo, podrás sentarte a mi lado a ver los partidos… Sí, en serio, puedes hacerlo. Lo único que te pido es que finjas saber de fútbol: no comiences a peguntarme: “¿Y esos por qué corren detrás del balón?” “¿Y le pegan patadas a la pelota?” “¿Y el gol es cuando entra el balón?” “¿Y por qué hubo fuera de lugar?” “¿Y nadie le ayuda a tapar el penalti al arquero?”, etc.

Para finalizar, te tengo la mejor de las noticias: te aseguro que mis manifestaciones de afecto no se perderán por culpa del Mundial. Te prometo, que si ves los partidos conmigo, cada que haya Gol de un equipo latinoamericano, te abrazaré, tan fuerte como nunca… Así te comenzarás a enterar de las bondades del fútbol.  


Álvaro Posse

martes, 7 de febrero de 2006

Expedientes santos

Imagen de lushtk0 en Pixabay

Cuando me contaron que se había aparecido el Sagrado Corazón en el barrio San Gabriel, mi primera reacción fue la de negarlo, argumentando que no era posible que un músculo cardíaco anduviera por ahí sin contar con el cuerpo. Preocupadas por lo que dije, mi mamá y mi tía salieron presurosas a documentarse más sobre el hecho. Al cabo de unas horas llamaron a mi celular, algo indignadas: “¡Pues mijito, no está sólo!” –dijeron. “¿Y con quién más está?” –pregunté confundido. “Pues con el resto del cuerpo, bobo”-contestaron. Pasaron como dos largos y tenebrosos segundos de silencio sepulcral hasta que me vi en la obligación de preguntar de nuevo: “¿quién?” -“Pues el Sagrado Corazón, ¿de quién estamos hablando?”-aclararon otra vez. “¿Y lo vieron?”- hice esta última pregunta para recibir como respuesta: “¡No, pero dicen que se ve claramente aunque está borroso!” y me colgaron.

De inmediato recordé que, más o menos, en 1984, regresando de un delicioso viaje nocturno y terrestre desde Bogotá, de esos que trasladan los riñones a la nuca, me topé a las 8 AM con una multitud de curiosos que luchaba con ferocidad por tocar una de las paredes del Edificio del Banco Popular, en pleno parque de Bolívar. Por supuesto, y aunque no me interesa para nada el chisme, aclaro, tuve que detenerme para indagar, qué era lo que estaba pasando. Uno de los integrantes del tumulto, algo tembloroso, agitado, sudoroso, ansioso y con lágrimas en los ojos que no lograban ocultar su mirada de inusual gozo, me respondió con voz entrecortada: ¡Se apareció el Señor en la Pared! Como en cámara lenta y mientras me daba la respuesta, y en medio de la multitud, un ave blanca salió arrojada hacia los aires, sin que faltara el alarido de un fanático: “¡El Espíritu Santo!” y pensé: “¿El Espíritu Santo?” Creo que tardé dos segundos en llegar a casa, morado y verde del susto, ante semejante declaración.

Como ocho días después, ya recuperado, pero con la pre-diabetes que me acompaña desde entonces y como consecuencia del terror que alcancé a sentir, me atreví a pasar de nuevo por el parque: “Ese tumulto se acabó porque a un campesino que llevaba una gallina se la trataron de robar y comenzó a dar machete… además el pintor S.S.E.C. fue el que retocó las vetas de la pared…” –me contaron. Me detuve entonces como dos horas, en contemplación artística frente al exsanto muro, mientras los transeúntes sonreían ante mi presencia asombrada.

Y bueno, ahora resulta que todos me preguntan: “¿Ya fue a ver el Sagrado Corazón a San Gabriel?”, a lo que sin duda tengo que responder: “Lo siento, no puedo ir, razones médicas me lo impiden. La última vez que asistí a algo parecido, la gallina de un campesino me produjo un desorden en el páncreas y un vacío contemplativo de dos horas, de los que nunca pude sobreponerme. Mejor vaya usted, de pronto no le pasa nada”.


Álvaro Posse