Suben por mi cuerpo: desde la parte más baja, uno, otro y otro y otros más y más. Los siento trepar, y yo, como inválido, solo puedo esperar el triste final.
Son un ejército de asesinos y hambrientos seres, sedientos por su instinto de vivir. Me han detectado, me han abordado y yo, como impotente, puedo escuchar sus miles de pisadas y las imperceptibles vibraciones de sus deseos, reprimidos durante la mayor parte de sus vidas.
Siguen ascendiendo. Cada milésima de segundo que pasa se convierte en una eternidad: la vida y la naturaleza han determinado mi destino: ser invadido y yo, como inválido, no poder hacer nada, nada, nada, nada… absolutamente nada.
Estoy solo, solo, muy solo… tanto, que
al sentirlos a todos llegando a su destino, no me queda otra alternativa
distinta a la de resignarme definitivamente. No tengo nada qué hacer; estoy
solo en medio del monte, sin un salvador, sin un redentor, sin un ayudador, sin
un consolador… sin un diligente campesino de esos, que hasta antes de la
quiebra del campo, me aplicaban los fungicidas para evitar ser devorado por las
plagas.
Álvaro Posse